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         Breve Hostoria del Cuerpo 
          de Bomberos de Ñuñoa Cualesquiera que sean las creencias espirituales del 
          lector, o ninguna, existen hechos que parecen predestinados a que sucedan 
          de la forma como la historia los relata después. Frases como 
          estaba escrito o era el destino las han pronunciado 
          todos alguna vez, refiriéndose a hechos que no pudieron ser de 
          otra manera, sino que, tal como hoy los conocemos.  Habitaba yo en 1933 una pequeña casa en la calle 
          San Gregorio (hoy Dublé Almeyda) muy próxima a 
          la avenida Exequiel Fernández en Ñuñoa y eran mis 
          vecinos y amigos, Domingo Morales Reveco 
          y Osvaldo Larraín Larrañaga. Una noche inquietante, que lo fue aquella del 24 de 
          abril de ese año, el fulgor de una hoguera iluminó los 
          contornos de mi residencia. Las llamas habían prendido violentamente 
          en la esquina de la Avenida José Domingo Cañas 
          con Exequiel Fernández y el resplandor ígneo había 
          puesto en estado de alarma a todos los habitantes del barrio.  Un almacén de menestras, instalado en la planta 
          baja de un edificio de dos pisos de adobes y tabiques, incendiábase, 
          mientras su dueño, gravemente lesionado, yacía tendido 
          sobre la acera de enfrente. El fuego avanzaba con inusitada rapidez y las casas 
          vecinas comenzaban a ser presa de las llamas, cuando llegaron dos Compañías 
          de Bomberos de Santiago, las cuales se vieron obligadas a efectuar un 
          trabajo de defensa dificultoso, logrando a la postre, extinguir la hoguera 
          que había afectado parcialmente dos construcciones vecinas. Al albor de aquel otoñal amanecer, integrado 
          bajo el alero de mi hogar, un pensamiento pertinaz iluminó mi 
          cerebro, trazando en lo intangible, el aforismo que un gran escritor 
          francés, Ernesto Renán, había creado y que escuche 
          en mi subconsciencia, cuando me dijo: Que la imaginación era 
          la facultad que dibujaba, modelaba y daba colorido a nuestras ideas; 
          que era la intermediaria indispensable entre el pensamiento, el deseo 
          y la realización. Y entonces, Balbina, mi compañera, fue 
          quien escuchó de mis labios las primeras palabras de esta concepción: 
           Y ese día salí a la calle, iluminado por 
          estas ficciones; y fueron mis primeros confidentes los vecinos ya nombrados, 
          quienes escucharon el planeamiento de mis proyectos. De este modo, ante el deseo de una pronta realización 
          y antes de echar las bases de esta imaginaria entidad, fui designando 
          a Domingo Morales Reveco como primer Tesorero General; a Osvaldo Larraín 
          Larrañaga, (ex voluntario de la Quinta de Santiago) como Segundo 
          Comandante; a mi otro vecino, ex compañero del Liceo de Aplicación, 
          Carlos Prado Martínez, como Secretario General, y así, 
          sucesivamente a toda una plana mayor, la cual un mes más tarde, 
          vióse en pleno ejercicio de sus funciones. Pero no estaría nada de todo esto resuelto ni 
          oficializado, si así puede decirse, sin que antes consultara 
          yo a mi amigo Alfredo Santa María Sánchez, a la sazón 
          Comandante del Cuerpo de Bomberos de Santiago, para lo cual resolví 
          apersonarme al prestigioso y dinámico jefe, sosteniendo con él, 
          dos o tres días después, un diálogo que habría 
          de pasar, en letras caligrafiadas, al historial de nuestra naciente 
          institución.  - ¿Y cuáles son tus ideas al respecto? 
           a lo cual repuse: Ante mis explicaciones,  Alfredo 
          Santa María púsose de pie 
          junto a su escritorio y, estrechándome la mano replicó: 
          - Estas cosas se hacen en el acto; cuenta conmigo incondicionalmente, 
          hombre. Procede de inmediato, porque has de saber que el mayor de los 
          dolores de cabeza que sufro como Comandante, lo provoca justamente la 
          atención de los incendios que se producen en la Comuna de Ñuñoa, 
          verdadera cuidad satélite que no cuenta con servicio alguno contra 
          incendios. Y pasando de la palabra a la acción, púsose 
          en contacto con Enrique Pinaud, 
          quien conversó telefónicamente con nosotros, confirmando 
          la noticia de que se podía contar con una bomba automóvil 
          marca Thirion, montada sobre un chassis Owen-Magnetic y 
          la cual se hallaba en los talleres de Gustavo 
          Neveu (padre).  Así las cosas, pocos días después 
          visité al Alcalde de la Comuna, don Joaquín 
          Santa Cruz Ossa, a quien expuse mis proyectos. Sabido es lo que ocurrió en esta entrevista, 
          ya que yo mismo me encargué de relatar esta escena, inscribiéndola 
          en un pergamino que ostenta un billete de cinco pesos y que se conserva 
          en el cuartel de la Primera Compañía de Ñuñoa. El escrupuloso funcionario municipal hízome algunas 
          preguntas que, en términos generales, se refirieron sustancialmente 
          a la cuestión fondos que se necesitarían para llevar a 
          cabo mis propósitos. Por fin, ante mis explicaciones convincentes, resolvió 
          autorizarme para que invitara a una reunión en su oficina, a 
          vecinos de la Comuna, con el objeto de echar las bases de la nueva institución. 
          Y el 27 de mayo de 1933 logramos 
          reunir a un grupo de personas que aquella tarde, extremadamente lluviosa, 
          firmaron el acta constitutiva de la fundación del:  |